El arquitecto Renzo Piano habla de lo que significó para él la construcción del nuevo Museo de la Academia del Cine en Los Angeles
La de Renzo Piano ya es una historia de amor con Los Angeles. Hace 18 años, este premio Pritzker genovés de 84 años comenzó a remodelar una parte del Museo de Arte del Condado de Los Angeles (LACMA) y ahora ha puesto su firma sobre la nueva joya de la corona de la megalópolis californiana: el Museo de la Academia del Cine. Piano ha ejecutado con simpleza y maestría una fusión de dos mundos, la remodelación de los antiguos almacenes May Company, de 1939, con la sala David Geffen, un coloso de mil asientos y una terraza a la que acudirán los turistas como moscas a la miel. “Mi ambición es que éste sea un gran punto de encuentro”.
Ha contribuido a llenar un vacío histórico en Los Angeles, la gran cuenta pendiente de la ciudad. ¿No le parece?
Pues eso espero. Es evidente que hacía falta un museo así. Llevábamos años hablando con gente como Tom Hanks y Steven Spielberg para encontrar la idea exacta, una combinación entre memoria e invención, algo que le hiciera justicia al cine, un arte que combina lo viejo y lo joven al mismo tiempo.
El reto, en principio, era precisamente eso, construir algo nuevo desde una estructura clásica. ¿Le resultó más fácil concebir el museo teniendo una base?
Fue un acierto elegir un edificio así. Se trataba de preservar y crear al mismo tiempo, una combinación interesante. Es un lugar que cada angelino adora, un pedazo de historia de esta ciudad. Y me gusta lo de histórico porque tiene solo dos años más que yo (apunta con humor). Combate además el estereotipo de que en Los Angeles no hay historia ni cultura. Y establece una conexión con el público.
¿Qué le ve a una ciudad tan poco atractiva a ojos de muchos, especialmente los europeos?
Hay una belleza particular en Los Angeles, la luz del sur de la ciudad, la variedad, la juventud de esta urbe, la inocencia curiosa en cierto sentido, a veces perdida. Hay partes que me las he aprendido de memoria con el tiempo. Es mi forma de no quedarme en la superficie.
Ya son muchos proyectos con su firma en Estados Unidos. ¿Qué le seduce de trabajar con los americanos?
Para ser arquitecto es necesario enamorarse del lugar en el que se trabaja. No puedes ser un turista. No importa si estás en Tokio, Berlín, Nueva York. No es una cuestión de oportunismo, sino de entender el lugar, de captar su esencia. He trabajado en todas partes de Estados Unidos y al final me ha acabado gustando cada ciudad, incluso Houston, que quizá fue la que más me costó. Es un poco como el periodismo. Hay que adaptarse y meterse de lleno.
Los Angeles ha pecado siempre de ser una ciudad deslavazada, horizontal. ¿Cree que su museo aportará una idea más sólida de urbanismo?
Hacer un museo en Los Angeles me pareció especialmente difícil. Cuando haces algo en Nueva York y lo plantas en medio de la ciudad, es fácil conectar con la gente porque están en todas partes. De Los Angeles dicen que es la ciudad de los coches y que cuesta más conectar. No es totalmente cierto, está cambiando. Cuando empezamos a trabajar en el LACMA hace 20 años, mirando en la calle, podías contar 30 personas en una media hora. Ahora son 3.000 los que pasan. La llegada del metro hasta el mar también ha ayudado.
La gente dice que su gran cine ovalado se parece a la “Estrella de la muerte” de Star Wars, y parece que a usted no le gusta mucho la comparación. Aclárenos qué es entonces.
A mí me parece como una pompa de jabón, pero sólida como una roca porque está bien atada al suelo. También puede ser una nave voladora a punto de aterrizar. La idea era generar curiosidad. Al final se trata de belleza, pero en el sentido más amplio de la palabra. La belleza va más allá de algo visible y palpable, es algo positivo, como reunir a la gente, como crear relevancia cívica. Hacer un museo es un gesto de paz. EC
