La pereza del alma

Cuando la haraganería del alma afecta a las personas se torna en un estado de ánimo autodestructivo, ajeno al éxito y la felicidad

La pereza está considerada uno de los siete pecados capitales del cristianismo. Aunque no tiene la agresividad  de la ira y de la soberbia, ni la maldad de la envidia y la avaricia, o el nivel de aberración de la gula y la lujuria, la pereza aviva un daño íntimo fatal: anula la capacidad de comprometernos con nosotros mismos.

Es un error creer que somos inmunes a la pereza, al menos a la más benévola de sus manifestaciones. Vivimos en una sociedad moderna con un adelanto tecnológico elevado, que nos tienta, cada vez más, a esforzarnos menos.

Cambiamos ascensores por escaleras y autos por caminatas o bicicletas, usamos sillas reclinables, aire acondicionado, comidas chatarra ya elaboradas, aviones, computadoras, maquinarias que acomodan a los agricultores y otra serie de bienestares que impelen a la más exquisita pereza, ¡a veces disfrutable!

La pereza que da pie al pestañazo o al bostezo en cadena, sobre todo al mediodía después del almuerzo, no es maléfica por  pasajera y, en ocasiones, hasta natural. La nociva es la haraganería del alma, la que cancela fuerzas, lacera la voluntad espiritual e induce a no luchar por los anhelos, aunque dispongamos de un arsenal de ideas.

Más que en una actitud pasajera, se torna un estado de ánimo autodestructivo, ajeno al éxito y a la felicidad. Un gran norteamericano, Benjamín Franklin, nos alerta cuando dice: “La pereza viaja tan despacio que la pobreza no tarda en alcanzarla”. Tiene razón, la pereza no comulga con el entusiasmo, enrarece el espíritu y coarta la acción, nada útil surge de semejante coctel.

No sugiero que desperdiciemos energías y vivamos siempre haciendo algo. El ocio medido, el descanso necesario, el reposo del espíritu, la meditación tranquila y relajada, son fuentes que vigorizan.

Pero, después del medido reposo, ha de retornar la nunca desmedida acción, organizada y perseverante, preludio del éxito. Tras el éxito, sentémonos a holgar el tiempo necesario debajo del mismo árbol del eterno haragán. Seguro que la fruta, ya madura y jugosa, cae por voluntad propia frente a nosotros. ¡Aprovechémosla! EC

Información cortesía de www.ismaelcala.com

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