Los Ángeles, una metrópolis esculpida por el oro negro

¿Qué ha tenido que ver el petróleo en el desarrollo económico y la historia de la ciudad? 

Por Aitana Vargas

Cuando a finales del siglo XIX Edward Doheny comenzó a cavar un pozo de petróleo en el corazón de Los Ángeles, desconocía que estaba colocando los cimientos sobre los que, en años y décadas posteriores, se propulsaría la expansión urbanística de esta inmensa urbe. El oro negro convirtió a Los Ángeles en el condado que es en la actualidad, un motor financiero de la región y decimonovena economía mundial que reposa sobre abundantes yacimientos aún sin explotar.

Aquí, en esta metrópolis conocida por sus playas paradisíacas y el glamour que desprenden las alfombras rojas de Hollywood, sus más de diez millones de residentes viven conectados por una red de autopistas que se extiende más allá de la línea del horizonte.

Y fueron fortunas como la de Doheny o la del coleccionista de arte Jean Paul Getty las que hicieron posible este crecimiento, las que alimentaron el sector automovilístico y aeroportuario de la región, financiaron las primeras películas de Hollywood y contribuyeron a que, en los años 30, Los Ángeles viviera una época gloriosa que la erigió como el principal centro de producción de crudo del mundo.

“La gente comenzó a competir entre sí. Cavaban agujeros en todas direcciones con una herramienta de madera porque el petróleo se encontraba a 47 metros, era muy superficial”, asegura Iraj Ershaghi, director del programa de ingeniería petrolera de la Universidad del sur de California (USC).

“Fue una época en la que surgieron muchas historias curiosas que ilustran lo fácil que resultaba encontrar petróleo cerca de la superficie”.

Empujados por la sed de enriquecimiento económico y amparándose en una ley estadounidense que permite al propietario de un terreno poseer también los recursos naturales que hay en este, muchos angelinos se sumaron a la fiebre del crudo y excavaron pozos en sus parcelas y en los jardines de sus casas.

Pero, en pleno auge de esta incipiente industria, reinaban también el desconocimiento y la falta de tecnología, por lo que apenas se recuperaba entre el 10 % y el 15 % de las reservas subterráneas. Por ello, un gran número de pozos fueron abandonados de forma prematura y ahora, de los 24.000 que hay repartidos por el condado de Los Ángeles, unos 18.800 permanecen inactivos.

Con los años, la producción de petróleo –y gas– en la cuenca angelina fue cayendo en paralelo a la registrada en California. Pero los más de 200 millones de barriles producidos en 2015 en el estado dorado siguen teniendo el peso suficiente como para representar más del 3 % del PIB de California y contribuir a que esta sea la sexta economía mundial.

“Por diversas razones relacionadas con el mercado, la producción total a nivel estatal se ha reducido desde que alcanzara el pico de un millón de barriles al día en mitad de los años 80, hasta aproximadamente la mitad de esa cantidad en la actualidad”, explica Sabrina Demayo Lockhart, directora de comunicación de la Asociación Petrolera Independiente de California (CIPA).

Hoy en día, el valle central y la región norte del estado dorado sostienen el peso de la producción de crudo a nivel estatal, con el 71 % de esta concentrada en el condado de Kent.

En un muy rezagado segundo lugar se encuentra el condado angelino, que representa el 12 % de la producción de todo el crudo californiano, según datos recogidos en el informe “La Industria del Crudo & del Gas en California: Su Contribución Económica a la Fuerza Laboral en 2013”, que fue publicado en 2015 por la Corporación de Desarrollo Económico del condado de Los Ángeles (LAEDC).

Planta de petróleo en el barrio de West AdamsA pesar de que el impacto económico del oro negro en Los Ángeles ha ido suavizándose, su huella es una parte inseparable de la historia de la región. Es una historia tatuada en sus calles que se camufla detrás de los muros de hormigón alzados en el corazón de los barrios residenciales –– unos muros que sirven de pantalla para esconder el constante trajín de los pozos de crudo. Es también una historia de injusticia medioambiental y social que ha desatado una feroz lucha entre activistas, residentes, gigantes corporativos y autoridades.

Las comunidades angelinas, desde la opulencia de Beverly Hills hasta la sencillez de Wilmington, han convivido con las plantas petroleras desde el nacimiento de la industria. Pero sus residentes han tenido que aceptar con cierta resignación la presencia histórica de los pozos, la emisión sistemática de gases, humo, malos olores y el ruido –a veces ensordecedor– de las perforaciones.

Lo cuenta la activista Niki Wong que, una mañana de verano, está en pie de guerra en West Adams, un barrio obrero edificado en el sur de Los Ángeles en el siglo XIX con una elevada población de afroamericanos e hispanos.

Con su cámara fotográfica en una mano y una silla en la otra, Wong se sube de un salto a un muro que separa un complejo de viviendas de la planta de gas y petróleo operada por la compañía Freeport-McMoRan. Su cámara inmortaliza en instantáneas el ajetreo diario que se gesta al otro lado de la barrera de hormigón. Camiones entrando y saliendo de la planta y trabajadores operando grúas y maquinaria pesada.

“La planta está a tan solo tres pies de las ventanas de los dormitorios a este lado de la calle… Hay una escuela de primaria a dos manzanas de aquí, hay varios centros de actividades extracurriculares para niños”, explica Wong. “En estas casas viven estudiantes”.

La planta comenzó su actividad en 1965. En aquella época era propiedad de Union Oil, la cual había adquirido el terreno y las viviendas sobre este. La compañía borró las casas del mapa y las reemplazó por una planta que ahora cuenta con 36 pozos.

Décadas después, las operaciones continúan a pesar de las innumerables quejas de los vecinos, que viven preocupados por los efectos nocivos para su salud y la de sus familias.

“Sabemos que la planta almacena muchos combustibles químicos e inflamables. Y si algo ocurriera, un terremoto o un incendio, no quiero ni pensar en lo aterrador que sería para los niños y las familias que viven en la zona”, asegura la asiática.

“Esta planta de excavación petrolera es completamente incompatible con un barrio residencial saludable”, prosigue.

Demayo, portavoz de Freeport-McMoRan, sostiene que las voces que se han alzado contra las petroleras están impulsadas por grupos cuya finalidad es frenar toda operación energética en la zona, algo que obligaría a California y a Los Ángeles a depender del crudo importado de otros países.

“California es el tercer productor de crudo de la nación, pero también somos el tercer consumidor de crudo del planeta – después de todo Estados Unidos y China. A pesar de la significante producción en California, debemos importar cerca de un tercio del petróleo que nuestro estado necesita”, afirma la experta.

Sin embargo, en las zonas residenciales afectadas por los pozos, los argumentos económicos e industriales se disuelven frente a las denuncias manifestadas por los vecinos, que han continuado disparándose en los últimos años. Y es que, según el informe “Perforando: Las Consecuencias Comunitarias de la Expansión del Desarrollo Petrolero en Los Ángeles”, un 70 % de los más de mil pozos activos en la metrópolis angelina están a menos de 500 metros de casas, iglesias y hospitales. Y aunque algunas plantas han levantado muros y edificios para disfrazar sus operaciones, las consecuencias no han pasado desapercibidas entre los residentes.

En el año 2009, un grupo de madres de University Park, un barrio del sur de Los Ángeles, comenzó a detectar olores desagradables y un incremento del número de residentes con asma, dolores de cabeza, hemorragias por la nariz, fatiga crónica y alergias. Pasarían dos años antes de que pudieran señalar con total confianza al presunto sospechoso: la planta petrolera de AllenCo Energy, camuflada entre viviendas y centros escolares.

“En 2011, se rompió una pipa y los olores eran tan insoportables que llamamos a la agencia de control del aire (SCAQMD)”, relata Monic Uriarte, una mexicana con una vivienda asequible situada enfrente de la planta.

“Tuvimos que organizarnos desde abajo y poner muchas quejas para que la agencia enviara a un inspector”, dice la integrante del grupo comunitario “PeopleNotPozos”.

En noviembre de 2013, la presión surtió efecto. La senadora demócrata Barbara Boxer envió a un equipo de inspectores de la agencia estadounidense de protección medioambiental (USAEPA) a las instalaciones de AllenCo. Durante el recorrido, los investigadores cayeron enfermos, lo que precipitó el cierre temporal de la planta.

Un año después, el fiscal de Los Ángeles solicitó en los tribunales el cese permanente de las actividades de la petrolera. En junio de 2016, AllenCo aceptó pagar una multa superior a un millón de dólares para zanjar la querella y reanudar las operaciones, una apertura que estará también sujeta al cumplimiento de la regulación local, estatal y federal.

Pero ni siquiera esta resolución ha calmado los ánimos de los activistas y residentes afectados por la presencia de pozos en sus comunidades, y el cerco a la industria petrolera continúa a pie de calle y en los juzgados.

“Como comunidad, para nosotros la solución es que se cierre para siempre. Al estar produciendo, siempre existirá la posibilidad de accidentes”, se lamenta Uriarte.

Planta petrolera en el barrio de West AdamsEl año pasado, varios grupos de jóvenes y organizaciones medioambientales, entre ellos “South Central Youth Leadership Coalition” y “Center for Biological Diversity”, interpusieron una querella contra la ciudad de Los Ángeles. La acusan de violar las leyes civiles y medioambientales californianas y de discriminar de forma sistemática a las comunidades de bajo nivel socioeconómico –– a las afroamericanas y latinas.

“La ciudad ha sido extremadamente negligente a la hora de abordar un problema que ha sido denunciado por los residentes durante muchos años”, dice Gladys Limón, una de las abogadas en la demanda.

Según la letrada, la ciudad ha autorizado la expansión de las perforaciones petroleras de manera “ilegal”, emitiendo permisos nuevos sin realizar previamente un estudio de impacto medioambiental.

Si bien los pozos petroleros han florecido tanto en barrios lujosos como en humildes, la ciudad impone una regulación más estricta a las compañías con plataformas en zonas como Beverly Hills que en vecindarios obreros con alta población afroamericana e hispana.

De ahí que ni las instalaciones de Freeport-McMoRan ubicadas en West Adams, ni las de Warren E&P situadas en el barrio hispano de Wilmington, cuenten con una cubierta que limite las emisiones tóxicas al exterior – algo que, por el contrario, es un requisito en los barrios acomodados del oeste angelino.

Pero detrás de esta realidad se esconde una narrativa que también ilustra la gran disparidad que han sufrido algunas comunidades y grupos étnicos a lo largo de la historia de la primera potencia mundial.

“Los afroamericanos no podían por ley comprar viviendas en barrios de blancos. Se les obligó a comprar viviendas donde hubiera petroleras”, cuenta Martha Dina Arguello, directora de la organización Médicos para la Responsabilidad Social en Los Ángeles.

Sin embargo, este convenio de segregación racial que fue abolido en el año 1948, no solo limitaba el derecho de los afroamericanos a comprar o vivir en comunidades blancas. Se extendía de igual manera a las comunidades de mexicanos, indios americanos y asiáticos, quienes frecuentemente acababan conviviendo en barrios étnicamente mixtos.

Y ahora, décadas después de su abolición, la huella de la segregación racial permanece aún arraigada en numerosos vecindarios de Los Ángeles como el eco de una época pasada que cuesta dejar atrás. Se trata, en su mayoría, de barrios que no han sido tocados ni por la gracia ni el glamour de Hollywood y donde la presencia de las petroleras ha hecho que sus residentes se unan para escribir un nuevo capítulo en la historia del codiciado oro negro del condado: el derecho a una vida saludable, aunque modesta.

“La comunidad se ha tenido que convertir en su propio investigador…Es como si el valor de nuestras vidas fuera inferior al de los demás”, concluye Arguello. EC

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